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De la isla de excelencia al puente productivo: la ciencia-tecnología argentina en el umbral de la oportunidad

19 de octubre de 2025



En el corazón de la trama del desarrollo nacional, la ciencia y la tecnología representan piezas que pueden transformar profundamente la inserción de un país en la economía global. En Argentina, se advierte un contraste persistente: por un lado, hallazgos y logros individuales que se sitúan entre “islas de excelencia”; por otro, un entorno institucional que muestra fragilidades estructurales que amenazan convertir esas islas en astilladas de una oportunidad perdida. Esta tensión exige una reflexión, tanto estratégica como ética, sobre el rol de la innovación, la articulación con el sector productivo y la construcción de una mirada de largo plazo que no se disuelva en el corto plazo inmediato.

La experiencia nacional, en sus aportes al conocimiento y en casos concretos de investigación de alto nivel, demuestra que la Argentina posee talento, capacidad de trabajo científico y una tradición académica que remonta décadas. Sin embargo, el dilema ya no se reduce únicamente a la generación de conocimiento: la cuestión esencial es cómo ese conocimiento se vincula con la industria, con las cadenas productivas, con el desarrollo territorial y con los escenarios globales de competencia. En otras palabras: la excelencia aislada no basta cuando carece de conexión con el entramado social-económico que permita escalarla, valorizarla y convertirla en motor de transformación.

Hoy se observa una mayor atención internacional hacia proyectos tecnológicos que podrían instalar al país en nuevos mapas de inversiones globales. Argentina participa en iniciativas que lo muestran como un destino atractivo para centros de datos, para desarrollos de inteligencia artificial (IA) e incluso para infraestructuras energéticas vinculadas al nuevo paradigma digital. Esta apertura comercial y estratégica es una ventana de oportunidad que no conviene desestimar. Pero lo que de ningún modo puede ocurrir es que quede en mera fachada de modernización mientras el sistema interno sigue sin dar cuenta de los desafíos fundamentales: financiamiento estable, políticas de largo aliento, coordinación público-privada, formación de recursos humanos y una visión de transformación productiva.

En ese sentido, la adopción de la IA u otras tecnologías emergentes en la Argentina debe entenderse como un vector más del desarrollo y no como un fin en sí mismo. Si la tecnología se despliega sin una base productiva sólida, sin una estrategia que la empuje hacia la producción, la industria, el empleo, la exportación o el encadenamiento local, corre el riesgo de convertirse en un engranaje importado que genera valor fuera del país. Y esa es una forma de desaprovechar el potencial que se ha ido construyendo. Cuando la ciencia avanza pero permanece desvinculada del plan productivo, ese conocimiento tiende a quedar como patrimonio de la academia pero con escasa incidencia real en la economía nacional.

La eficacia de toda política de ciencia-tecnología depende de la articulación de tres actores fundamentales: el Estado, la comunidad científica y el sector productivo. Este modelo clásico, muchas veces planteado como “triángulo” entre gobierno, ciencia y empresa, exige una sintonía que no siempre ha estado presente en la Argentina. Cuando alguno de esos vértices se debilita, la integridad del sistema queda comprometida. Es tarea de la política pública restaurar ese vínculo con claridad de propósito: financiamiento adecuado, incentivos reales, mecanismos de transferencia tecnológica, educación orientada a las necesidades actuales y futuras, y un marco institucional robusto. De lo contrario, los esfuerzos individuales de alto nivel seguirán pareciendo islas mientras el continente productivo se estanca.

Una mirada de mediano y largo plazo también demanda que la ciencia y la tecnología no se vean exclusivamente como bienes de lujo o demostraciones de prestigio internacional, sino como herramientas estratégicas de desarrollo. Una República que aspira a crecer de modo sustentable debe proyectar esos desarrollos hacia los territorios, hacia las pequeñas y medianas empresas, hacia la agricultura de precisión, hacia la salud pública, hacia la industria manufacturera avanzada, hacia la exportación de servicios basados en conocimiento. En ese sentido, la inversión en IA o en centros de datos debe evaluarse en función del aporte real a la productividad, al empleo calificado, al agregado de valor, y no solo al “branding” de país tecnológico.

Por supuesto, no se puede soslayar la fragilidad institucional que aqueja a muchos de los proyectos de ciencia y tecnología en el país: recortes presupuestarios, burocracia excesiva, escasa conectividad entre niveles de gobierno, falta de continuidad en los programas, movilidad de recursos humanos, fuga de cerebros, obsolescencia de infraestructura, entre otros. Esos factores conspiran contra la consolidación de un ecosistema robusto que trascienda los logros puntuales. Y en un mundo globalizado y acelerado, los rezagos pueden costar muy caro: la ventana de oportunidad tecnológica se mueve rápido, y quedar fuera de ella no solo significa perder competitividad sino también ver cómo otros actores se apropian de lo que podría haber sido la palanca nacional.

Ahora bien: ¿cómo transitamos el camino de la excelencia fragmentada hacia un puente de integración productiva? En primer lugar, mediante una estrategia clara de inversión pública y privada orientada a vincular la ciencia con la industria. Esto implica destinar recursos de mediano y largo plazo, no solo para investigación básica sino para su transferencia, para la incubación de empresas de base tecnológica, para la co-inversión con empresas nacionales e internacionales, y para la creación de clústeres territoriales que aprovechen las fortalezas regionales. En segundo lugar, mediante la formación de recursos humanos con visión de industria, pero también de investigación aplicada y de pensamiento estratégico. No basta formar investigadores: es necesario formar emprendedores, tecnólogos, especialistas de gestión y de comercialización del conocimiento. En tercer lugar, mediante un marco regulatorio, fiscal y administrativo que incentive sin asfixiar, que proteja sin paralizar, y que permita que los incentivos para instalar un centro de datos o una planta de IA se conecten con la economía local, con proveedores, con el tejido productivo nacional. Y cuarto: mediante una cultura de evaluación, transparencia y aprendizaje institucional: es decir, medir resultados, corregir el rumbo, intervenir donde haya fallas, fomentar la cooperación entre actores públicos, académicos y privados, y no contentarse con el solo discurso de que “somos capaces”.

Lo que está en juego es de gran magnitud: no solo se trata de prestigio internacional o de “titulares de inversión millonaria”, sino de encarnar un modelo de desarrollo que articule ciencia, tecnología, industria y sociedad. El riesgo de no hacerlo es que Argentina quede atrapada en una dinámica de exportación de talento o de datos sin elaborarlos aquí, que acepte inversiones potentes pero desvinculadas del tejido productivo nacional, que siga siendo receptor de tecnología en lugar de protagonista de su creación. Y cuando eso ocurre, el resultado puede ser que los avances individuales se conviertan en vitrinas de logro académico más que en motores de transformación social.

En cambio, si se logra que las “islas de excelencia” se conecten entre sí y con el continente del desarrollo nacional, se abrirá una vía de crecimiento más inclusiva, más estratégica y más soberana. Una vía de desarrollo que no dependa únicamente de remises o de ciclos extractivos, sino de innovación, producción y enlace de conocimiento con valor añadido. Entonces Argentina podrá no sólo anunciar que participa del cambio tecnológico global, sino que lo impulsa, lo gestiona y lo capitaliza.

El momento histórico lo exige. Las condiciones están dadas: talento humano, recursos naturales, la voluntad de inversión internacional, el reconocimiento de que no se puede seguir asistiendo al aislamiento de la ciencia respecto de la economía. Pero la clave estará en la coherencia de la política pública, en la conexión con la producción, en la consistencia institucional y en la ambición de convertir el conocimiento en destino, no en simple decoro. Frente a esto, cada decisión cuenta. Porque la pregunta ya no es sólo “¿qué descubrimos?” sino “¿qué hacemos con lo descubierto?”. Y allí radica la diferencia entre una isla de excelencia y un puente productivo.





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